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miércoles, 27 de agosto de 2014

Ali baba y los 40 ladrones

hace mucho tiempo, en una ciudad de
Persia, vivían dos hermanos: uno se llamaba
Kasín y el otro Alí Baba. Ambos se repartieron
ta escasa herencia que les dejó su padre, la cual
no tardaron en gastar. Así, de la noche a la mañana,
se encontraron sin un centavo.
El mayor, Kasín, era ambicioso y se casó con una
adolescente de famlia acaudalada. De esta manera,
obtuvo una tienda bien abastecida en el mercado y
logró prosperar.
En cambio, el menor, Alí Baba, se contentaba
con poco y se hizo leñador. Todo su patrimonio
eran tres asnos, que utilizaba para transportar la
leña a la ciudad. Tomó por esposa a una mujer
muy pobre y el matrimonio, junto con sus Jos
hijos, vivía modestamente.
Un día en que Alí Baba estaba trabajando en
el bosque, oyó un estruendo. Se asusto y trepó
sin tardanza a la copa de un árbol que se hallarja
arriba de un pequeño montículo.
Oculto entre las ramas, observó que el ruido sordo
era producido por un grupo de hombres armados
que avanzaban, a todo galope, hacia donde él se
encontraba. Por su semblante antenazador, se dio
cuenta de que eran bandidos.
Cuando estos cuarenta individuos arribó al
montículo rocoso —según pudo contarlos Alí Baba

desde su escondite en lo alto—, descabalgaron y die-
ron de comer a los caballos. Después, cogieron
unas pesadas alforjas de las monturas y, cargándo-
las sobre sus espaldas, se encaminaron hacia una
gran roca que había al pie del montículo.
El que iba a la cabeza del grupo se detuvo ante
la roca y con voz autoritaria exclamó: "¡Ábrete,
sésamo!". De inmediato, la roca se separó y por
el hueco penetraron los recién llegados. El acceso
se cerró tras el paso del jefe, quien desde aden-
tro gritó: ¡Ciérrate, sésamo!".
Al cabo de largo rato, los bandoleros salieron
de la cueva con las alforjas vacías. Antes de par-
tir, el jefe se volvió hacia la entrada y ordenó:
"¡Ciérrate, sésamo!". Las dos mitades de la roca se
juntaron y los cuarenta ladrones marcharon por
el mismo camino por el que habían venido.
En cuanto a Alí Baba, que por temor a los
malhechores había permanecido todo ese tiempo en
su escondite, continuó inmóvil hasta que los perdió
de vista y fue entonces cuando sintió la seguridad
suficiente para bajar del árbol.
Una vez en el suelo, y guiado por la curiosidad,
se dirigió a la roca en cuestión, ante la cual pro-
nunció titubeante: "¡Ábrete, sésamo!", y las palabras
mágicas surtieron efecto.
A través de las dos mitades de la roca no atisbo
una caverna tenebrosa, sino una amplia galería que
conducía a una sala espaciosa e iluminada por
rayos de luz que se filtraban desde arriba.

Por tal motivo se animó a entrar y, maravilla-
do, descubrió ahí pilas de ricas mercaderías que
se elevaban hasta la bóveda: fardos de seda y
brocado, cofres repletos de monedas y lingotes
de plata, y vasijas colmadas de oro y joyas.
Al contemplar aquella desorbitada riqueza, su-
puso que la cueva había servido en el transcurso de
los siglos como refugio y depósito a numerosas
generaciones de bandidos.
Sin demora, Alí Baba vació varios sacos de pro-
visiones para llenarlos con monedas de oro y aban-
donó la gruta, tras lo cual dijo la fórmula y las dos
mitades de la roca se unieron. Acto seguido, corrió
a buscar a sus asnos, los cargó con los sacos
—ocultando éstos últimos con pedazos de leña en-
cima—, y tomó el camino de la ciudad.
Al llegar a su casa, metió los animales en el
corral y los sacos en el interior de la vivienda. La
alegría de su esposa no pudo ser mayor cuando le
mostró el preciado y áureo contenido de los sa-
cos y le refirió el relato del providencial hallazgo.
Luego, Alí Baba le advirtió que no debía con-
tar a nadie el secreto y decidió cavar una fosa en la
cocina para esconder sin demora el tesoro, pero
su mujer no quiso que lo enterrara sin tener una
idea, aunque fuese aproximada, de la magnitud de
éste. "Lo mediré en lo que tú cavas la fosa", le propu-
so. Y tanto insistió, que el leñador terminó por aceptar.
En ese mismo instante, su esposa salió en bus-
ca de un utensilio medidor a la cercana casa de

Kasín. Ahila recibió la mujer de su cuñado quien,
ante tal petición, mucho se sorprendió, puesto que
Alí Baba y su cónyuge eran muy pobres y carecían
de granos por mensurar.
A fin de enterarse de qué pretendían medir sus
parientes, la astuta mujer embadurnó con sebo el
fondo del utensilio antes de prestárselo a la es-
posa del leñador, la cual dio las gracias al recibir-
lo y se apresuró a regresar a su casa.
Una vez en ella, repitió en infinidad de ocasio-
nes la operación consistente en cargar y descar-
gar de monedas el medidor hasta que concluyó
la estimación del montón de oro.
A continuación, mientras Alí Baba se entregaba
a la tarea de enterrar el tesoro, su mujer fue a de-
volver el utensilio a sus dueños, sin saber que
una moneda se había quedado pegada en el fon-
do de éste.
Devolvió, pues, el utensilio a la esposa de su
cuñado y se marchó. La sorpresa de ésta fue
mayúscula cuando descubrió la moneda de oro
adherida en el fondo. Más tarde, al llegar a su
casa, Kasín fue puesto al corriente del asunto
aguijoneado por su furibunda mujer: "¡Desengá-
ñate! ¡Alí Baba, ese leñador, ese don nadie, no
cuenta su oro, como lo haces tú que te crees
rico, sino que lo mide!".
Devorado por la envidia, Kasín se precipitó a
la casa de su hermano, donde lo acusó de hipo-
cresía por simular ser pobre y, con objeto de
apoyar sus palabras, blandió la moneda de oro

todavía manchada de sebo. En virtud de que Alí
Baba comprendió que lo sucedido ya no tenía
remedio, le narró a su hermano la historia del
accidental descubrimiento en el bosque, omitien-
do lo referente a la fórmula mágica, y le ofreció
la mitad de su tesoro.
Sin embargo, el codicioso Kasín no se confor-
mó con ello. Exigió al leñador que le explicara
con detalle la forma de entrar en la caverna, por-
que en caso contrario lo denunciaría ante la policía
como cómplice de los ladrones. En tales circuns-
tancias, Alí Baba se vio obligado a revelar las
palabras mágicas a su hermano, quien ni siquie-
ra le dirigió una palabra de agradecimiento antes
de marcharse.
A la mañana siguiente, cuando aún no clareaba,
Kasín partió solo hacia el bosque, resuelto a apo-
derarse de todas las riquezas de la cueva, cuya
entrada se abrió y luego se cerro tras él al repetir la
fórmula mágica. En el interior, el mercader quedó
estupefacto ante semejante abundancia de oro y
joyas. Se prometió regresar después para cargar
con una mayor cantidad de bienes, pero por el
momento se limitó a llenar de oro tantos sacos
como pudiese transportar en los lomos de las diez
muías que había dejado afuera.
Una vez concluida esta tarea, Kasín caminó
hacia la galería y gritó: "¡Ábrete, cebada!", mas
la roca no se separó. Repitió la frase y de nuevo
no se produjo movimiento alguno. Luego dijo:
"¡Ábrete, haba!", y la puerta siguió sin abrirse.

Resulta que había olvidado las palabras mágicas.
Intentó entonces pronunciando distintas varieda-
des de granos y cereales, pero el muro de piedra
permaneció sellado.
De su memoria se había borrado para siempre
el nombre del grano dotado de poderes y, presa del
pánico, el mercader buscó sin éxito alguna otra
forma de salir de la gruta.
Pasaron las horas y, hacia el mediodía, Kasín
escuchó voces al otro lado de la roca. Como su-
puso que se trataba de los cuarenta ladrones, en
cuanto se abrió el acceso a la cueva, se lanzó
frenéticamente hacia fuera en un intento por esca-
par. Sin embargo, los bandidos se abalanzaron sobre
él, le dieron muerte con sus sables y lo descuartizaron.
Los malhechores decidieron colocar los trozos
del cadáver a la entrada de la galería, como adver-
tencia contra cualquier otro intruso que intentara
adentrarse más en la caverna. En virtud de que
no advirtieron lo sustraído por Alí Baba, con toda
tranquilidad descargaron su recién obtenido botín y
partieron a realizar nuevas fechorías.
Cayó la noche y al ver que Kasín no regresaba del
bosque, su mujer se alarmó y fue a buscar a Alí Baba
quien, al enterarse de ello, también se inquietó.
Al amanecer, el bondadoso leñador, seguido de
sus asnos, se dirigió a la cueva. Tras pronunciar
las palabras mágicas, casi perdió el sentido ante
el macabro espectáculo del cuerpo descuartizado
de su hermano.

En cuanto se repuso de la impresión, Alí Baba
metió en sacos los restos desmembrados de
Kasín, los depositó en los lomos de los asnos, los
cubrió con ramaje y volvió a la ciudad.
Tan pronto como penetró en el corral de su
casa, el leñador mandó llamar a la esclava
Morgana, una jovencita que se distinguía por su
lealtad y sagacidad. Le señaló los sacos con el
cadáver de Kasín hecho cuartos y le pidió que se
las ingeniara para poder enterrarlo como si hu-
biese fallecido de muerte natural.
Alí Baba fue a dar la mala noticia a la viuda y la
consoló mediante el ofrecimiento de que se que-
dara a vivir en su hogar a título de segunda espo-
sa. Mientras tanto, Morgana salió a comprar un
remedio que curaba muchos males y le comen-
tó al mercader de drogas que había caído enfer-
mo el hermano de su amo, a cuya casa había
sido trasladado para ser debidamente atendido.
Al otro día, la diligente Morgana acudió con el
mismo mercader y le pidió en esta ocasión una medi-
cina que sólo se administraba a los moribundos.
Además, dejó correr entre los vecinos el rumor
de la supuesta gravedad de Kasín. Por todo ello,
cuando a la mañana siguiente se anunció la muer-
te del hermano de Alí Baba, nadie se sorprendió.
No obstante, subsistía el problema de que la gen-
te se diera cuenta de que el difunto estaba corta-
do en seis pedazos. Así las cosas, Morgana corrió al
taller de un viejo zapatero remendón que no la cono-
cía, le dio una moneda de oro y le dijo: 'Toma lo

necesario para coser cuero y ven conmigo, pero es
condición indispensable que me acompañes con
los ojos vendados". La muchacha disipó la des-
confianza del anciano, que se llamaba Mustafá, con
sólo obsequiarle otra moneda de oro.
Con la vista cubierta, Morgana lo llevó de la
mano hasta el sótano de la casa de su amo, donde
lo despojó de la venda. El viejo zapatero retrocedió
horrorizado ante los trozos corporales que de-
bía remendar, pero la joven lo convenció una vez
más entregándole una tercera moneda de oro.
Concluida la costura, Morgana tapó de nuevo
los ojos de Mustafá y lo condujo de vuelta a su
taller. Más tarde, el cadáver reconstruido de Kasín
fue perfumado con incienso, amortajado, colo-
cado en su caja mortuoria y trasladado al cemen-
terio, sin que nadie sospechara nada.
Quienes sí albergaron toda clase de sospechas
fueron los cuarenta ladrones que, al regresar a su
cueva, no encontraron el cuerpo de Kasín. Se
percataron de que su secreto había sido descu-
bierto y resolvieron que, con objeto de salvaguar-
dar las riquezas acumuladas en su guarida, era
menester asesinar al cómplice de aquél que ha-
bía pretendido robarles. El plan adoptado con-
sistía en que uno de ellos fuera disfrazado a la
ciudad para investigar dónde habitaba el hom-
bre cuyos restos habían desaparecido. Y que en
el caso de que fallara en esta importante misión,
pagaría el error con su propia vida.

De inmediato, un valiente bandido se ofreció
como voluntario para la empresa en cuestión, se
vistió como extranjero y partió a la ciudad. Llegó
a ella al amanecer, cuando todas las casas y tien-
das estaban aún cerradas, salvo el taller de
Mustafá, quien ya estaba trabajando.
—Me sorprende que a su edad, tenga usted
tan buena vista y manos tan expertas —le dijo, a
modo de saludo, el supuesto extranjero.
—¡Todavía puedo ensartar la aguja al primer
intento y coser los seis trozos de un muerto en
un sótano poco iluminado! —respondió, ufano,
el viejo zapatero remendón.
—¿Seis trozos de un hombre? ¿Acaso en este
país tienen la costumbre de cortar a los difuntos
y coserlos después? —preguntó, simulando asom-
bro, el bandido disfrazado.
—¡No, por Alá! Pero yo sé lo que le digo.
—Le daré dos monedas de oro, si me dice dón-
de se encuentra la casa en que ocurren sucesos
tan prodigiosos.
—No puedo, porque fui conducido a ella con los
ojos vendados... Aunque si me vendasen de nuevo,
tal vez podría hallarla por las cosas que fui pal-
pando en el camino.
De esa forma, con los ojos vendados y tocan-
do con las manos, Mustafá dio con la casa de Alí
Baba. El ladrón hizo una señal en la puerta con
un trozo de yeso y volvió al bosque para infor-
mar a los miembros de su banda.

Entre tanto, la laboriosa Morgana, que había
ido de compras al mercado, regresó a la casa de
su amo y descubrió la marca blanca sobre la
puerta. Intrigada, consideró que se trataba de un
maleficio y, a fin de conjurarlo, trazó una señal
idéntica en las puertas de todas las casas de la
galle.. $¡®tt&l bfcb'> \j¿   'jujj vx.^^oi 9iV.
Más tarde, cuando los bandoleros se presen-
taron en la ciudad, no pudieron reconocer la casa
de Alí Baba y retornaron de inmediato al bos-
que, donde fue decapitado el ladrón que había
fracasado en su encomienda.
Un segundo malhechor se ofreció para ir a
averiguar. Con la ayuda del zapatero remendón,
ubicó la casa del leñador, en cuya puerta dibujó una
señal roja. Sin embargo, Morgana volvió a inter-
ponerse en los planes de los bandidos, quienes
después no pudieron identificar de nueva cuenta la
vivienda de Alí Baba en medio de una hilera de
puertas marcadas con el mismo distintivo colorado.
Una vez en el bosque y luego de que hubo
rodado la cabeza del segundo ladrón incapaz, el
jefe de la banda decidió encargarse personalmente
de la investigación. Así, cuando Mustafá lo guió a
la casa del leñador, grabó en su memoria la fa-
chada de la vivienda y, posteriormente, mandó a
sus hombres al mercado para que compraran
treinta y ocho tinajas grandes de barro.
A continuación, reunidos en su caverna, el jefe
llenó una tinaja con aceite y ordenó a sus subor-

dinados, que ya sólo sumaban treinta y siete, que
se introdujeran con sus armas en las tinajas va-
cías. Acto seguido, depositó en varios caballos
este singular cargamento y, ataviado como merca-
der de aceite, se puso en camino hacia la ciudad.
Al pasar frente a la vivienda cuya fachada ha-
bía memorizado, el jefe de los ladrones vio que
su dueño se encontraba en la puerta tomando el
fresco. Enseguida lo abordó:
—Buen hombre, no conozco a nadie en esta
ciudad. ¿Serías tan generoso de permitirme pa-
sar la noche, junto con mis bestias, en el patio
de tu casa?".
Alí Baba, sin reconocer al jefe de los bandi-
dos, le dio la más cordial bienvenida, invitándolo
a que descargara su mercadería y atara los caba-
llos en el patio y, luego, a que compartiera con
él los alimentos en el interior de su hogar.
Cuando los anfitriones se retiraron a descansar,
el jefe de los ladrones se escurrió al patio, se acercó
a las tinajas y en voz baja instruyó a sus secuaces a
que no abandonaran sus escondrijos de barro
hasta que escuchasen el golpe de unas
piedrecitas que él les arrojaría más tarde. Dicho
esto, regresó al interior de la vivienda a descabezar
un sueño.
Mientras tanto, Morgana se hallaba en la cocina
fregando los platos cuando, por falta de com-
bustible, su lámpara se apagó. Sabedora de que
la provisión de aceite de la casa se había acaba-
do, expresó su contrariedad a Abdalá, el nuevo

esclavo de Alí Baba. Mas el muchacho le recor-
dó que en el patio había treinta y ocho tinajas
llenas de ese líquido.
Entonces la joven fue al patio para recoger un
poco de aceite en una vasija. Sin embargo, cuando
sumergió ésta en la tinaja que se encontraba más a la
mano, el recipiente chocó contra algo duro. Se tra-
taba de la cabeza de un ladrón quien, creyendo
que acababa de recibir la pedrada convenida con
su jefe, se asomó y aprestó a salir. La esclava se
aterró al verlo, pero le bastaron unos cuantos se-
gundos para atar cabos y le dijo al malhechor:
"¡No salgas, tu amo aún duerme! ¡Espera a que des-
pierte!".
A continuación, inspeccionó las demás tinajas,
repitiendo a sus ocupantes las palabras que ha-
bía dicho al primero. Y de la única tinaja que sí
contenía aceite, recogió una buena cantidad que
llevó a la cocina y puso a hervir.
Morgana retornó al patio armada con un cubo
de aquel aceite hirviendo y, sih'que le temblara
la mano, fue derramando un chorro dentro de
cada tinaja. De esta manera, todos los ladrones
murieron quemados. Satisfecha del resultado
obtenido, la esclava volvió a entrar en la cocina.
Hacia la medianoche, el mercader de aceite
se despertó y desde su ventana arrojó sobre las
tinajas unos guijarros, pero ninguno de sus hom-
bres se dio por aludido. Enojado, se dirigió al patio
con objeto de ver qué pasaba y, para su gran
espanto, descubrió que sus secuaces se encontra-

ban humeantes y sin vida. Despavorido abandonó
la casa y se internó en el bosque, donde comenzó a
tramar la manera de vengarse.
Con los primeros rayos del sol, Morgana le contó a
su amo lo ocurrido la noche anterior, así como
la historia de las marcas blancas y rojas de las
puertas. Alí Baba reconoció la perspicacia y va-
lentía de su esclava, y procedió de inmediato a
enterrar a los ladrones en una fosa enorme cava-
da en el jardín.
Transcurrieron varias semanas sin ninguna no-
vedad hasta que cierta mañana el hijo mayor de Alí
Baba, quien se había hecho cargo de la tienda
de su difunto tío Kasín, le confió a su progenitor:
—Padre mío, no sé de qué forma agradecer
todas las atenciones que ha tenido conmigo
Hussein, un hombre que instaló hace poco tiem-
po una tienda en el mercado.
—Muy sencillo, invítalo a nuestra casa para
agasajarlo como es debido.
El primogénito siguió el consejo paterno y, al día
siguiente, invitó al mercader a comer a su casa.
Una vez en ella, Hussein expuso que no podía
probar guisos sazonados con sal y Alí Baba corrió
a la cocina para disponer que los alimentos fue-
ran preparados sin ese condimento. Con todo, a
Morgana no le pasó desapercibida la extraña absten-
ción del invitado y, por ello, no le quitó la vista de
encima mientras servía los diferentes platillos.
A los postres, y para sorpresa de todos los presen-
tes, Morgana apareció ataviada como seductora

ma visita y que, por ende, se había convertido
en el único dueño de tan copiosas riquezas, a
las cuales daría después un uso moderado y pru-
dente.
De este modo, el otrora leñador llegó a ser el
hombre más rico y respetado de su ciudad natal.
Ali baba y los 40 ladrones
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